Réquiem para el símbolo de la Segunda República
El 3 de noviembre de 2015 se han cumplido 75 años de la muerte del que fue, en palabras de Salvador de Madariaga, «el español de más talla que reveló la breve etapa republicana», «por derecho natural, el hombre de más valer en el nuevo régimen, sencillamente por su superioridad intelectual y moral», y «el orador parlamentario más insigne que ha conocido España», Don Manuel Azaña Díaz.
Manuel Azaña nació el 10 de enero de 1880 en el seno de una familia liberal burguesa, en Alcalá de Henares. Su padre, Estaban Azaña, era un próspero hombre de negocios, alcalde e historiador de Alcalá, y su madre, Josefina Díaz, era una mujer culta e inteligente. El joven Manuel creció en una casa repleta de libros y pronto quedó huérfano, por lo que fue criado por su abuela paterna. Heredó de sus padres el amor por la literatura y de su padre en particular el interés por la política y los asuntos cívicos.
Estudió en el Colegio de Estudios Superiores de El Escorial controlado por los agustinos, donde se sentía un prisionero en aquél rancio ambiente sin ningún tipo de fomento intelectual. Las experiencias que vivió allí le sirvieron para escribir su obra El jardín de los frailes. Se examinó con éxito en la Universidad de Zaragoza y se licenció en Derecho, y se sacó el doctorado en Madrid.
Ganó, como número dos de su promoción, el puesto de letrado de la Dirección General de Registros y del Notariado. Dedicaba su tiempo libre a actividades intelectuales en el Ateneo de Madrid. También desarrolló una intensa actividad intelectual en París con una beca de la Junta de Ampliación de Estudios, relacionándose con las ideas liberales y legales francesas. También tuvo una etapa de periodismo comprometido en la que actuó como colaborador de la revista España y de los periódicos El Sol y El Imparcial, como secretario del Ateneo de Madrid. Con su libro Vida de don Juan Valera ganó el Premio Nacional de Literatura.
Entró en política al afiliarse en 1912 al Partido Reformista de Melquíades Álvarez, con el que acabó desencantado y del que se separó en 1924 para fundar Acción Republicana. La preparación de Azaña para la vida pública no tenía precedentes en los políticos activos españoles. Como perteneciente a la Generación del 98, había estudiado y escrito sobre literatura española, sobre los problemas de España, sobre el militarismo y el caciquismo. Leyendo y reflexionando constantemente, había llegado a una concepción completa de la reforma racional de España.
Con el apoyo de la monarquía a la dictadura de Primo de Rivera vio que la única manera de regenerar las podridas instituciones españolas y democratizar verdaderamente el Estado español era con la instauración de la República.
El 27 de febrero de 1929 se casa con Dolores Rivas Cherif, hermana menor del mejor amigo de Azaña, Cipriano Rivas Cherif (un conocido director de escena, dramaturgo y poeta).
17 de agosto de 1930 participó en el pacto de San Sebastián, una alianza de todos los grupos republicanos españoles para acabar con el régimen monárquico, ya herido de muerte por la dictadura primorriverista.
Tras las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 y la indiscutible victoria de las candidaturas republicanas en las grandes ciudades, se proclamaba el día 14 de abril de 1931 la Segunda República Española, en la que fue la transición a la democracia más pacífica, popular y festiva de nuestra Historia.
Durante su intensa carrera política ocupó los importantes cargos de: Presidente del Gobierno Provisional de la República Española (14 de octubre de 1931-16 de diciembre de 1931), Presidente del Consejo de Ministros de España (16 de diciembre de 1931-12 de septiembre de 1933), Ministro de Guerra de España (14 de abril de 1931-12 de septiembre de 1933) y Presidente de la República Española (11 de mayo de 1936-27 de febrero de 1939), durante el periodo de nuestro primer modelo democrático: la Segunda República Española, convirtiéndose en todo un símbolo de este régimen.
Azaña percibió la necesidad de modernizar el aparato del Estado y establecer una España más justa, más libre y más culta, y para ello tenía que hacer frente a las poderosas instituciones del viejo régimen.
Para ello, como jefe de gobierno, puso en marcha durante el bienio progresista (1931-1933) importantes reformas:
La modernización de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, participó activamente en la discusión de la Constitución republicana de 1931 y pronunció un histórico discurso sobre la cuestión religiosa en el que expuso que “el auténtico problema religioso no puede exceder de los límites de la conciencia personal, porque es en la conciencia personal donde se formula y se responde la pregunta sobre el misterio de nuestro destino”. Pugnó porque se estableciera un verdadero Estado laico en la nueva Constitución y acabó incorporándose el polémico artículo 26 que extinguía el presupuesto del Clero, disolvía la Orden de los jesuitas (nacionalizando sus bienes) y se prohibía ejercer la industria, el comercio o la enseñanza a las demás Órdenes religiosas (lo que supuso la dimisión de Alcalá-Zamora como presidente del gobierno provisional). La ley que desarrolló este artículo fue la Ley relativa a Confesiones y Congregaciones religiosas, promulgada en 1933.
Otro de sus caballos de batalla fue la reforma del Ejército cuyo objetivo era modernizar y democratizar el Ejército español además de poner fin al intervencionismo militar en la vida política. Con la reforma aspiraba a reducir una macrocefalia inaudita de 566 generales y cerca de 22.000 oficiales para una milicia de poco más de cien mil hombres. Para ello estableció la posibilidad del pase a la reserva, con el sueldo íntegro, de todos los jefes y oficiales que lo solicitasen, y logró que casi la mitad de los potenciales beneficiarios se acogiese a la medida. Esta era, en opinión de Azaña, la única forma rápida y eficaz de adelgazar el Ejército. También cerró la ultraconservadora Academia General Militar de Zaragoza (creación del dictador Primo de Rivera) que dirigía el general Franco. Estas medidas encrespó los ánimos de los sectores más conservadores y, en especial de los africanistas como el propio Franco que había “perdido su juguete”, como calificó a la Academia Militar su colega José Sanjurjo, director general de la Guardia Civil (el cual se sublevaría en dos ocasiones contra la República (1932 y 1936).
Otra gran reforma que se intentó abordar fue la reforma agraria. La Ley de Reforma Agraria se aprobó el 9 de septiembre de 1932 con 318 votos a favor y 19 en contra, tras un lento y difícil debate parlamentario, pretendía resolver un problema histórico: la tremenda desigualdad social que existía en la mitad sur de España pues junto a los latifundios propiedad de unos miles de familias, casi dos millones de jornaleros sin tierras vivían en condiciones miserables, en las zonas rurales unas veinte mil personas eran dueñas de la mitad del territorio nacional. Para solucionarlo se optó por la expropiación con la correspondiente indemnización de algunos latifundios (cumpliendo los requisitos de la Ley) para que fueran entregados en pequeños lotes de tierra a los campesinos. Pero la lentitud de la burocracia y la firme oposición de los latifundistas, que se resistían con uñas y dientes a perder un ápice de su poder, supuso que los efectos fueran muy limitados y muchos campesinos quedaran decepcionados. Según el Instituto de Reforma Agraria, a finales de 1934, apenas se habían asentado 12.260 familias en una extensión de 117.837 hectáreas.
Además hubo otro problema que hubo que solucionar, que llevaba siglos arrastrándose: la articulación de Cataluña en el nuevo Estado. La tramitación del Estatut derivó en una constante carrera de obstáculos que solo los atletas de la política, con calma e inteligencia, eran capaces de sortear. Y Azaña comprendió que un régimen democrático debía dar satisfacción a las reivindicaciones nacionalistas respaldadas por gran parte del pueblo catalán, y se empleó a fondo para aprobar el Estatuto de Cataluña. Después de un gran discurso y la aprobación del Estatuto, Lluis Companys gritó un “viva España” y Jaume Carner dijo: “con este discurso sí que se puede mandar a los catalanes». Cuando Azaña visitó Cataluña, los catalanes hicieron manifestaciones aclamando la república y a su símbolo con mucho cariño y con pancartas que rezaban: «Catalunya s’ha vist compresa i estimada» (se ha visto comprendida y querida).
Tras el triunfo de las derechas en las elecciones de 1933 ante una izquierda desunida y que no supo sacar partido al sistema electoral, se inició el denominado bienio negro en el que se destruyó o paralizó las importantes y necesarias reformas del bienio progresista y en el que se intentó acabar con el espíritu renovador y regenerador de la joven democracia española.
Manuel Azaña intentaba advertir a los líderes socialistas de los peligros de una radicalización de sus bases y reiteró, en Barcelona, con varios miembros de la Generalitat su convicción de que la violencia no era la respuesta a las continuas provocaciones del gobierno. Les señaló que, como miembro del gobierno regional autónomo, era absurdo que se mezclaran en una insurrección contra el Estado central.
La gota que colmó el vaso fue la entrada de tres ministros de la CEDA en el gobierno, lo que acabó provocando que estallara un levantamiento (con una nula preparación) de mineros en Asturias, en octubre de 1934, que resistió dos semanas contra las Fuerzas Armadas gracias al terreno montañoso y a la pericia de los mineros, aunque no tenían ninguna posibilidad de éxito, se defendieron con uñas y dientes prefiriendo morir con un arma en la mano contra las columnas del Ejército que en las profundidades de una mina. El gobierno envió a la Legión y Franco, que se encargaba de controlar el movimiento de tropas, barcos y trenes que se emplearían en la operación para aplastar la revuelta, no dudó en enviar mercenarios marroquís a combatir en Asturias, sin dejarse conmover por el simbolismo que para la derecha tenía la Reconquista, pues Asturias fue la única zona de España que los musulmanes no llegaron a invadir. Las tropas africanistas emplearon los brutales y sádicos métodos empleados por el Ejercito colonial en Marruecos, la represión fue feroz y durísima, con todo tipo de torturas, violaciones y vejaciones hacia los asturianos. Gil Robles y Diego Hidalgo, ministro de la Guerra, eran conscientes de que con sus constantes provocaciones iba a producirse un levantamiento y, como sabían que sería imposible que triunfara, lo forzaron, aprovechando la situación para machacar a toda la izquierda e intentar desacreditarla.
Resultó claro que los líderes socialistas nunca habían contemplado en serio la acción revolucionaria (por ejemplo, la movilización en Asturias no comenzó en Oviedo, bastión de la burocracia del partido, sino en la periferia) El impacto de Asturias en el PSOE y la UGT fue catastrófico: encarcelamiento y torturas de muchos militantes, exilio de otros, clausura de Casas del Pueblo, acoso a sindicatos y censura de la prensa socialista.
En Cataluña se optó, en señal de protesta, por proclamar el Estado catalán dentro de la República federal española, el general Domingo Batet optó por la prudencia y en evitar un baño de sangre pactando una rendición honrosa tras diez horas de independencia y desoyendo las órdenes de Franco (puesto al frente de la represión de la rebelión por el ministro Diego Hidalgo) que pedía que se asaltase a sangre y fuego la Generalitat. Aun así esta rebelión se saldó con algunos muertos en tiroteos de aquella noche y con el ingreso en prisión del presidente de la Generalitat, Lluis Companys y todo su gobierno, procesados por rebelión contra la autoridad legal.
Azaña fue detenido en Barcelona al principio de los acontecimientos y permaneció encarcelado en un buque en el puerto barcelonés hasta finales de diciembre de 1934. Fue objeto de vilipendio por la prensa de derechas y tratado con despectiva violencia por los guardias que lo detuvieron, su prendimiento encerraba una clara motivación política. El gobierno de Lerroux y Gil Robles lo querían implicar injustamente en las conspiraciones que condujeron al levantamiento en Asturias y al intento sedicioso de Cataluña. Acusaciones totalmente infundadas como pudo demostrar Azaña durante aquél esperpéntico episodio.
Los retrasos en el proceso y la inexistencia de pruebas indignaron no sólo a políticos democráticos, sino también a intelectuales de primera fila, cerca de un centenar de ilustres personajes (como Lorca, Juan Ramón Jiménez, Gregorio Marañón, Fernando de los Ríos…) firmaron un manifiesto en contra de su persecución y pidiendo su liberación, recalcando su honestidad y limpieza. A la larga se retiraron los cargos contra él y fue puesto en libertad el 28 de diciembre de 1934. Esta operación de acoso y derribo no hizo más que aumentar su popularidad.
Azaña advirtió sobre los peligros de continuar con la desunión de las izquierdas y trató de restablecer el contacto con los socialistas pero tuvo mayor éxito en la tarea que se había impuesto de tratar de unificar a los fragmentados y desmoralizados partidos republicanos. Logró la unificación del Partido Radical Socialista Independiente de Marcelino Domingo, de la Organización Regional Gallega Autónoma de Santiago Casares Quiroga, y de su propia Acción Republicana, para formar Izquierda Republicana. Azaña fue el presidente del nuevo partido y Marcelino Domingo su vicepresidente.
El gran apoyo popular lo empujaba en la tarea de reconstruir la fuerza electoral necesaria para recuperar la República. Encabezó la creación de una coalición electoral que asegurara el éxito electoral de la izquierda española en febrero de 1936, el Frente Popular. La victoria del Frente Popular fue, en última instancia, la victoria de Manuel Azaña, de su diplomacia entre bambalinas y de su popularidad entre las masas del país en su conjunto.
Sus discursos en campo abierto reunían a cientos de miles de personas (se habla de 600.000, en el campo de comillas de Madrid), trataba de dar a conocer su nueva formación y desbancar del poder a la derecha reaccionaria involucionista cuyo gobierno estaba desgastado por escándalos de corrupción.
Como magnifico orador, podía hablar durante horas sin papeles ni guiones escritos, asombrando a sus auditorios y encandilando a las masas con su promesa de regenerar España, construyendo un país más justo, más solidario y más libre. Su llamamiento iba más allá de los partidos y sindicatos, se extendía a la sociedad civil de un modo muy gráfico “a todos los españoles republicanos, dondequiera que militen, con el apellido que tengan, y a todos los que , sin militar en parte alguna, se interesen por el porvenir de la República, advirtiéndoles que la opción será entre República o antirrepública, entre libertad o servidumbre, entre progreso o retroceso, y que de cada uno de vuestros votos, depende en definitiva el porvenir del régimen, el porvenir de España” exclamó en un mitin en Mestalla.
El programa del Frente Popular no era nada revolucionario extremista, lo que pretendía era retomar las reformas emprendidas durante el bienio progresista, paralizadas e interrumpidas durante el bienio negro, y una amplia amnistía de los delitos políticos sociales cometidos posteriormente a noviembre de 1933.
Al final esta coalición, que incluyó finalmente al PCE y apoyada por la CNT-FAI (esta vez no cometieron el error de las elecciones de 1933 y sí pidieron el voto para las candidaturas de izquierdas) acabó convenciendo a la ciudadanía y salió vencedora en las elecciones de febrero de 1936, que registró una alta participación. Pero al conocerse los resultados regresaron los ruidos de sables y gracias a la lealtad de generales como Pozas, pudo evitarse un pronunciamiento militar contra el resultado electoral.
La oligarquía del viejo régimen y los poderes fácticos: la Iglesia católica, el Ejército, las clases más altas…no querían ver mermados sus privilegios con la democratización y modernización de España. Al principio la derecha reaccionaria utilizó un método legalista para intentar poner el palo en las ruedas del progreso y acabar cargándose el nuevo régimen desde las instituciones, pero esta táctica había fracasado y se acabó imponiendo el método golpista, acabando con el legítimo régimen republicano democrático y reformista con la fuerza de las armas. Y desde la victoria del Frente Popular en las elecciones se empezó a gestar una conspiración que acabara con un golpe militar y que estuviera bien preparado para no cometer los errores de la sanjurjada (1932).
Pero la discrepancias y enfrentamientos entre Prieto y Largo Caballero acabaron derivando en que el PSOE no entrara en el nuevo gobierno, Prieto buscaba revitalizar el acuerdo con los republicanos pero Largo se negaba a volver a participar en un gobierno republicano-socialista, no quería que las masas socialistas lo vieran llegar a un acuerdo con los republicanos, por temor a hallarse «disminuido material y moralmente».
Al final esto obligó a Manuel Azaña a formar un gobierno sólo de republicanos, con un perfil de profesionales liberales de grandes dotes intelectuales y fieles a Azaña. Alcalá-Zamora, que había perdido la confianza tanto de la derecha como de la izquierda y cuyas relaciones con Manuel Azaña se habían resentido mucho, acabó siendo destituido en base al artículo 81 de la Constitución, y Azaña vio una posibilidad de reforzar el Régimen desde la Presidencia de la Republica (además que era el único candidato plausible), por lo que ocupó la Jefatura del Estado.
En ningún momento de la Segunda República hubo tanta necesidad de un gobierno fuerte y decidido como en la primavera de 1936, y el nombramiento del galleguista Santiago Casares Quiroga, un político débil y con poca iniciativa, no daba garantías de que pudiera hacer frente a la difícil situación que se avecinaba.
La CEDA y la oligarquía usaban a la Falange como elemento provocador, produciendo atentados y atacando a políticos, obreros y a elementos izquierdistas, lo que producía una espiral de violencia, ataques y represalias entre extremistas de uno y otro lado del arco político, lo que que causaba disturbios y el clima de inestabilidad que estaba buscando la derecha golpista para intentar justificar la rebelión militar. Los llamamientos de Azaña a la calma, a derecha e izquierda, parecían no servir de nada.
Las autoridades no fueron conscientes de las dimensiones y de la inminencia de la conspiración militar fascista, y tras el asesinato del ultraderechista líder de Renovación Española, Calvo Sotelo, en represalia por el asesinato del teniente de la Guardia de Asalto José del Castillo, hizo que los golpistas adelantaran unos días el tan preparado golpe que acabó produciéndose el 18 de julio en la península (el 17 en Marruecos). El golpe militar fracasó y se convirtió en una larga y cruenta guerra “incivil” con el decisivo socorro que tuvieron los sublevados por parte de la Alemania nazi y la Italia fascista y ante el injusto abandono de la República por las democracias europeas. La República sí contó con algo de ayuda de la URSS que apoyó al gobierno legítimo con la venta de armamento y ayuda logística, y también fue de agradecer la inestimable y solidaria ayuda de unas valientes brigadas internacionales que sacrificaron sus vidas por la libertad del pueblo español y que salieron de sus hogares hacia un país extranjero para luchar contra el fascismo. Además habría que alabar el ejemplar apoyo de México y su presidente, Lázaro Cárdenas, con una defensa inflexible de la legalidad y legitimidad del gobierno republicano, vendiéndole armamento, defendiéndola internacionalmente y acogiendo a decenas de miles de españoles que huían del fascismo y la represión y que se exiliaron en su país.
Casares Quiroga dimitió y Azaña encargó a Martínez Barrio formar un gobierno de amplia representatividad y que intentara negociar con los militares sublevados pero ni los caballeristas del PSOE aceptaron entrar en el gobierno ni los militares insurrectos aceptaron negociar, y Martínez Barrio acabó dimitiendo y fue sustituido por José Giral, que tampoco estaba a la altura de las circunstancias. Los frenéticos esfuerzos de Manuel Azaña por encontrar una salida conciliadora habían fracasado y permitió que Giral armara a los obreros.
A partir de ese momento se retiró de la vida pública y se quedó únicamente como figura simbólica que daba legitimidad internacional al bando republicano, pero no dejó de buscar la paz. En la España de la guerra civil no había lugar para Azaña, hombre de paz al que repugnaba la violencia. La derecha y la oligarquía nunca perdonarían al educado e intelectual burgués Manuel Azaña que hubiese proporcionado el plan de la reforma y modernización del país.
En 1937 pronunció un fabuloso discurso que representó una de las más brillantes explicaciones políticas y morales sobre el origen del conflicto que acabó del siguiente modo: ”…es obligación moral, sobre todos los que padecen la guerra, cuando se acabe como nosotros queremos que se acabe, de sacar de la lección y de la musa del escarmiento el mayor bien posible, y cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, que se acordarán, si alguna vez sienten que le hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres, que han caído embravecidos en la batalla luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad y Perdón.
El ejército rebelde inició desde el primer momento un plan de exterminio sistemático e institucionalizado de todo el que no pensara como ellos, una represión fría y calculada para erradicar todo lo que supusiera un obstáculo en su concepción de una España rancia, clerical, ultraconservadora y garante del trasnochado sistema social del viejo régimen y preservarla de “los males del liberalismo occidental”. Sin embargo en la zona republicana la represión fue en gran parte espontánea y a manos de elementos extremistas descontrolados que se vieron con las manos libres cuando se descompuso el régimen republicano tras el golpe militar, hasta que se pudo volver a reconstruir el Estado e intentar poner fin a los desmanes, las venganzas innobles y las atrocidades en represalia por la sublevación que ocurrían a pesar del gobierno, inerme e impotente, a causa de la rebelión misma.
A los vencidos les esperaba una larguísima posguerra de cárceles, hambre, privaciones, purgas y fusilamientos.
La implacabilidad a sangre fría de Franco contrastaba con la humanidad de Azaña; el Caudillo quería redimir a la nación por la sangre, dispuesto, de considerarlo necesario, a matar a la mitad de su población. Azaña, hombre de razón y paz, declaró en Valencia, el 18 de julio de 1937, que «ninguna política se puede fundar en la decisión de exterminar al adversario; no sólo —y ya es mucho— porque moralmente es una abominación, sino porque, además, es materialmente irrealizable; y la sangre injustamente vertida por el odio, con propósito de exterminio, renace y retoña y fructifica en frutos de maldición; maldición, no sobre los que la derramaron, desgraciadamente, sino sobre el propio país que la ha absorbido para colmo de la desventura»
En 1937, Manuel Azaña, escribió una de sus mejores obras La velada en Benicarló, un libro escrito con la técnica de una novela dialogada (incluso, quizás como una pieza teatral), en la que once personajes muy distintos debaten sobre la guerra, España, la política, la moral…El escritor muestra sus sentimientos y convicciones a través de un par de álter egos (el escritor Morales y el exministro Garcés). Se trata de una obra que no ha tenido la repercusión que se merece, debería ser un texto de lectura obligatoria para los estudiantes de secundaria de España como una de las aproximaciones más lúcidas al suceso más trascendental de la historia de nuestro país durante el siglo XX.
Un Azaña horrorizado, viendo la rapidez del avance franquista y siendo testigo de la caída de Cataluña, emprendió un viaje a Figueres (cerca de la frontera con Francia). Debía salir al alba, con el presidente de las Cortes, Diego Martínez Barrio, en una pequeña caravana de coches de la policía. El automóvil de Martínez Barrio se averió y el presidente tuvo que cruzar la frontera caminando, cumpliéndose lo que la había dicho a su esposa al inicio de la guerra: “Saldremos de España a pie. “Azaña afirmó que el 30 de enero el general Rojo le había dicho que la guerra estaba perdida y tomó la determinación de exiliarse a pesar de las peticiones de Negrín de que regresase. Llegó el 9 de febrero a París y continuó intentando paliar la inmensa tragedia que se avecinaba con un plan de paz que incluía la tregua inmediata y el cese de las hostilidades con la consiguiente evacuación de las personas non gratas para el nuevo régimen, a diferencia de Negrín que creía que la única manera de conseguir una paz honrosa y una evacuación segura era resistir hasta el final y esperar que estallara el conflicto internacional.
Cuando los gobiernos de Gran Bretaña y Francia reconocieron oficialmente a Franco, Azaña envió una carta anunciando su dimisión de la Presidencia de la República al presidente de las Cortes (Diego Martínez Barrio).
Y para colmo, una República en fase de descomposición tuvo un sangriento y último episodio con la sublevación el 5 de marzo en Madrid de varios sectores anticomunistas, encabezados por un ingenuo coronel Casado, apoyado por anarquistas y un demente Julián Besteiro (enfermo de tuberculosis), que creían que tomando el poder y entregando a los comunistas conseguiría pactar una rendición honrosa con Franco. El Consejo Nacional de Defensa formado por estos sublevados triunfó pero el derramamiento de sangre que provocaron en su enfrentamiento contra los comunistas no sirvió de nada porque los rebeldes rechazaron cualquier posibilidad de pacto, sólo sirvió para que a miles de españoles no les diera tiempo a huir y quedaran a merced de los facciosos.
El 1 de abril de 1939 la guerra había terminado y se había extinguido una oportunidad única para consolidar un Estado moderno y democrático en nuestro país, como soñaba Azaña.
Manuel Azaña pasó veinte meses en Francia, en el exilio, de febrero de 1939 a noviembre de 1940. Su delicada salud iba empeorando y Francia estaba siendo tomada por el ejército nazi. En julio de 1940 cayó París y el mariscal Pétain estableció el gobierno colaboracionista de Vichy tras un vergonzoso armisticio firmado con Hitler. La degradación física y en ocasiones mental, le impidió definitivamente plantearse un viaje a México, como pretendía su mujer. Azaña le confesó al diplomático mexicano Luis Ignacio Rodríguez (que fue a visitarle) que se encontraba sin arraigo, expuesto a todas las contingencias, moribundo, sin afectos, olvidado por amigos y acosado por enemigos. Por ello agradeció mucho las visitas de Negrín y Maura en aquella primavera.
La existencia de temores fundados de que Azaña fuera detenido por la Gestapo hizo que los diplomáticos mexicanos, que se habían hecho cargo de su protección, recomendaran su desplazamiento hacia el sureste de Francia, y el matrimonio Azaña Rivas marchó a Montauban con los nazis pisándoles los talones. Se hospedaron en el Hotel du Midi y una parte de dicho Hotel fue convertida en territorio diplomático por México.
Aún quedaban más desgracias por llegar, porque Azaña acabó enterándose de que la Gestapo y la policía franquista habían detenido a su cuñado y queridísimo amigo Cipriano Rivas Cherif, que fue juzgado en juicio sumarísimo y condenado a muerte. Manuel Azaña había sufrido un infarto cerebral al conocer aquella noticia, ya casi no podía ni hablar, sólo acertó a decir en una ocasión: “¡Bien saben lo que me han hecho! ¡Esto sí que no lo resisto!”.
Poco antes de medianoche del 3 de noviembre de 1940, Manuel Azaña Díaz, posiblemente el político más eminente e influyente del siglo XX, orador irrepetible y brillante intelectual, fallecía en una habitación del Hotel du Midi, en Montauban, lejos de su amada patria, acosado por la saña de nazis y franquistas, sin ninguna riqueza material y totalmente destrozado por el holocausto español. Al final unas palabras que pronunció se hicieron realidad: “Se me romperá el corazón y nadie sabrá nunca cuánto sufrí por la libertad de España”, pues murió enfermo de un corazón que no podía soportar tanta tragedia. Sus allegados respetaron una decisión que había reiterado en varias ocasiones: “que me dejen donde caiga y si alguien cree que mis ideas puedan ser útiles que las difunda”.
Centenares de españoles exiliados en Montauban acompañaron el sencillo féretro donde descansaba el expresidente de la Segunda República, que llegó al cementerio en una bandera mexicana porque las autoridades de Vichy prohibieron que el símbolo de la República democrática española fuera enterrado con la bandera tricolor. Luis Ignacio Rodríguez Taboada, político y diplomático mexicano, pronunció estas palabras al conocer tal prohibición: “Está bien. Lo cubrirá la bandera de México; para nosotros será un privilegio; para los republicanos, una esperanza; y para ustedes una dolorosa lección”.
Manuel Azaña está enterrado en una simple tumba en el exilio, con una escueta lápida de piedra con la exigua inscripción: “Manuel Azaña 1880-1940”, mientras que Francisco Franco, dictador implacable y sanguinario, un auténtico criminal de lesa humanidad, se encuentra enterrado en un megalómano mausoleo de proporciones colosales, construido con mano de obra esclava, que enaltece su figura y el holocausto español que promovió. Una auténtica vergüenza nacional, pero como bien expresó Azaña en sus memorias políticas: “el sentido común está peor repartido que la riqueza y no hay resolución capaz de socializarlo”.
Fuentes utilizadas:
– Ciudadano Azaña, de Miguel Ángel Villena
-Las tres Españas del 36, de Paul Preston
-El holocausto español, de Paul Preston
Autor: Jorge Noguera Vicente